Karla I y el mojón fronterizo número 20.

Una de las varas que me dieron mientras hacía caminatas como roco recién jubilado fue la de pensar que con una bicicleta se podían hacer viajes más lejanos e interesantes.

Ahí empecé a imaginar el tipo de cleta que me convendría comprar: ¿Montañera?, ¿electroasistida?, ¿de ciudad?, ¿aro 26 o 28?, ¿marco de aluminio o de acero?

Luego de considerar varias posibilidades pensé que una plegable con cambios sería la mejor opción.

Así que con algo de la platilla de mi jubilación visité tres o cuatro ciclos. Anduve indagando un poco por aquí y por allá durante varios días; hasta que una mañana de abril del 2018 ocurrió mi primer encuentro. ¡Fue enamoramiento instantáneo y a primera vista: Karla I había llegado a mi vida!

Ahí estaba ella, curvilínea, delgada, guapa, esbelta, monoplato con siete marchas. Era, además, muy fácil acomodarla en la cajuela de un taxi, en un bus o en la casa.




Sin embargo, a pesar de todos los piropos y ponderaciones hechas debo reconocer que no me gustaba de Karla I su color. Siempre me pareció demasiado suave y delicado para una bici que yo sabía habría de conocer más temprano que tarde el rigor de los malos caminos, el barro, los polvazales y aguaceros. Aún así la compré a ojo cerrado.

También debo confesar que al principio mi relación con Karla I no fue fácil. Yo tenía mucho tiempo sin subirme a una bici y estaba fuera de tono.

Empecé poco a poco a pedalear algunos kilómetros casi cada día. De esta manera, fui acostumbrándome a ella, y ella a mí. 

El 7 de agosto del 2018 metí a Karla I en la cajuela de un taxi y me la llevé a la parada de Caribeños, en San José. Compramos un boleto hacia La Cruz, en Guanacaste, y nos escapamos juntos a nuestra primera aventura.



Karla I en La Cruz, Guanacaste, adaptándose a las alforjas con un poco de ropa,
un par de libros y algunas herramientas.

Al día siguiente, el 8 de agosto, luego de desayunar me llevé a Karla a su primera prueba todo terreno.

El plan era llegar durante la mañana al puesto fronterizo El Mojón que se ubica a unos 11 kilómetros de La Cruz. Este puesto fronterizo tiene la particularidad de contar con una playa justo al lado. En ese punto, arenas y aguas marinas de Costa Rica y Nicaragua se mezclan libremente.



Poco antes de iniciar el viaje visité el mirador de La Cruz, pues quería regalarle a mis ojos un vistazo a Bahía Salinas y a la isla Bolaños que se aprecia en el centro de la siguiente imagen. Esa isla es una zona protegida para las aves. 

Esta foto la tomé al atardecer el día anterior.

El poderoso viento que soplaba aquella mañana en el mirador me hizo pensar que el viaje habría de ser durísimo, pero no fue así. Al poco rato de iniciar la rodada tierras abajo me olvidé del viento en contra y me asombré con el verdor de los paisajes a ambos lados de un camino de grava muy poco transitado.






Pocos kilómetros después de cruzar la pequeña quebrada que se ve en la imagen de arriba alcanzamos la plataforma marina. Por lo tanto, dejamos de bajar y el terreno se volvió llevaderamente llano. 


Como la zona era desconocida para mí, pensé que el Conventillos que leía en el mapa sería un pequeño barrio o poblado, pero no. Conventillos es una hacienda, una finca muy grande. Paré un rato con la intención de preguntar si el lugar fue en algún momento un poblado. Sin embargo, no apareció nadie por los alrededores, la única casa que hallé parecía estar sola. Así que seguí avanzando.


Finalmente, el camino me acercó a la costa. Karla y yo decidimos parar un rato para apreciar el mar.



En este punto ya podía dar una primera evaluación del comportamiento de la bici plegable en esa clase de terreno. Lo primero que noté es que el taco de la llanta no se adecua bien a la grava, o a lo que los ticos llamamos caminos de lastre. Es un taco más para pavimento. 

Además, Karla es aro 20 que resulta ideal para acomodar la bici en espacios pequeños como cuando está plegada, pero no es un aro cómodo cuando se pasa encima de los baches. 

Por lo demás, la bici estaba resultando fantástica.

Le dije a Karla que había que seguir pedaleando si queríamos alcanzar la frontera.

Frondoso guanacaste al lado del camino a El Mojón.

Un poco más adelante me detuve para consultar el mapa. Según Google Maps ya deberíamos de haber llegado al puesto fronterizo, pero el paisaje me dictaba otra cosa. Supongo que esto se debe a que en la zona no siempre la señal del internet es aceptable. Lo que sí supe es que las montañas que veía al fondo eran territorio nicaragüense. 


Continué pedaleando hasta que una sonrisa se me dibujó en el rostro cuando vi dos banderas a la izquierda del camino. Era la evidencia de la frontera.




A diferencia de lo que ocurre en Peñas Blancas, este puesto fronterizo es poco concurrido. No tiene tiendas, ni cuenta con un restaurante. Ningún vendedor ambulante sale a ofrecer vigorón o agua de pipa.  Lo que hay ahí es una caseta de vigilancia, un simple portón de madera pintado de azul y una cerca de alambre de púas que separa ambos países.



El Mojón es un puesto bastante solitario. De hecho, el guarda tico que me vio llegar se alegró de mi visita. 

Karla frente de la caseta del puesto fronterizo El Mojón

En mi criterio, ese puesto de vigilancia da vergüenza ajena. Se trata de una simple caseta con pocas condiciones, incluso higiénicas; razón por la que posteriormente fue intervenido por el Ministerio de Salud.

¿Y por qué se llama El Mojón?

Aquí está la respuesta.



Existen 20 mojones históricos en la frontera entre Costa Rica y Nicaragua.
Este es el mojón número 20. Es, pues, el ultimo de los mojones.

Al poco de llegar le dije al guarda que iría un rato a la playa. Él gentilmente me indicó el trillo que me llevaría. 

Un pollo visita el puesto fronterizo. A la izquierda de la imagen, el trillo que lleva a la playa.

Contra lo que había imaginado, la playa resultó bastante pedregosa. La frontera en ese punto es una línea imaginaria que está más o menos donde tracé en la imagen la raya roja. El "muro" natural marcado en naranja es territorio nicaragüense. 




Decidí "invadir" ligeramente el territorio del vecino país e ir a explorar esa pared de roca.



Luego de andar un rato de emigrante ilegal volví a la caseta del guarda. Estando allí llegó un vecino nica quien me saludó muy efusivamente.  Me contó que era el chofer de un bus que va desde la frontera del lado nicaragüense hasta la pequeña ciudad pinolera El Pochote. Me contó también que ticos y nicas vecinos de ese lugar se conocen y cruzan el portón azul libremente. A veces, me dijo, hay ticos que van a almorzar del otro lado y luego vuelven. 

Me despedí del chofer nicaragüense y del policía tico. Ambos me dieron un adiós muy afectuoso, no sé si porque en ese momento éramos los únicos humanos en El Mojón. 

El Mojón está a 11 kilómetros 630 metros de La Cruz.

Regresé por donde había venido, pero esta vez tocó subir lo que antes silbando feliz había bajado. 

Salí a la carretera y tomé rumbo hacia Puerto Soley.  Por ahí anduve buscando dónde almorzar pero no hallé ninguna soda. 

Rodar en bicicleta por estas llanuras regala una increíble sensación de libertad.

Al final fui a parar a La Esquina, un bar restaurante cerca de Tempatal, donde conocí a don Carlos y a María, los dueños del negocio. Parte de la conversación fue sobre Karla y de cómo se podía plegar sin mayor problema. 

Luego de almorzar me comentaron que iban en su carro a La Cruz y que si quería me podían llevar. Como la cajuela de su pequeño automóvil Nissan estaba ocupada, Karla y yo nos metimos cómodamente en el asiento de atrás: ¡Ventaja de las plegables!

Esa noche en mi pequeño hotel fui a dormir tempranito pues al día siguiente había programado un viaje en bici por diversas playas del lugar.  Yo -como si se tratara de una amante prohibida- escondí a Karla en el ropero.





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