Por la Ruta del Sol.
DE PLAYA COYOTE A PLAYA ARIO EN BICICLETA.

Perderse un amanecer en Coyote viene a ser algo así como un pecado mortal. 

Por eso dejé el nido en el destartalado cajón donde había pasado la noche y salí bien tempranito a la playa todavía vacía. 

En silencio la recorrí casi toda, desde el estero hasta el final, de arriba a abajo.

Ella me correspondió con un suave susurro de mar y con el misterio de sus encantos apenas ligeramente envueltos en una tenue neblina semitransparente.



Cuando los primeros hilos de sol doraron los cerros yo andaba todavía por ahí explorando sus rincones y secretos.

Amanecido el día regresé a mi cuchitril a hacer de cocinero. Encendí la cocinilla de gas y me preparé un café, un plato de avena con pasas y algo más.

Como en estos tiempos de redes sociales e internet a uno le da por publicar casi que toda clase de experiencias, el día anterior había compartido unas fotos del atardecer en playa Coyote. 

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DE PUNTA ISLITA A PLAYA COYOTE EN BICICLETA.

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La tal publicación hizo que mi primo, Aarón Porras Vallejo, me escribiera avisándome de playa Caletas, cerca de Coyote. Atento al comentario recogí mis cosas, dije adiós y salí hacia ese destino ya con el sol bien definido y maduro sobre el horizonte.

Rumbo a Caletas.



Playa Caletas.
Huellas de mapache en las arenas de playa Caletas.

Al dejar la virginal Caletas retomé la ruta 160 o Ruta del Sol que me llevó, 10 kilómetros más adelante, hasta el río Bongo.

Allí encontré dos asuntillos: 
  1. No había puente.
  2. Sí había, en cambio, un letrero que advertía de la presencia de cocodrilos en esas aguas por lo que recomendaba no nadar. 


Ni modo -pensé-  tendré que meterme sí o sí en la corriente del río con todo y Karla, mi bici.

Aún así, no muy convencido, me detuve un rato a ponderar las orillas del Bongo en las que ni por asomo se miraba ningún sospechoso colmilludo de cola larga.
 
Bajé de la bici y me adentré un poco en el agua. Di un último vistazo a la izquierda, otro a la derecha y me mandé considerando que en esta época del año las aguas estaban a muy bajo nivel.




Pero rápido me di cuenta de que mis cálculos no cerraban bien, pues el río era un poquito más hondo de lo estimado. Así que aunque levanté la llanta delantera de Karla ya era tarde. Cuando alcancé la otra orilla, las alforjas de adelante chorreaban como bolsas de café.



Bueno. Ni modo. 

Me dije que eso eran chispas del oficio aventuril, sin imaginar en ese momento que las tales chispas volverían a saltar pocas horas después de ese 26 de enero del 2021.

Recorrido de 20 kilómetros entre Coyote y playa Ario.

Vaquillas curiosas mirando a Karla.

Bajo un sol inclemente y algunos kilómetros más adelante después del Bongo llegué a La Perla India, un pequeño bar perdido en aquellas soledades.


Pregunté si vendían almuerzos a una cordial y guapa mujer que atendía detrás del mostrador. Me dijo que con gusto me podía preparar un casadito vegetariano como el que estaba rogando. 

Además, en el salón vi sentado a un adormilado hombre de sombrero grande en cuya mesa había un adorno o colección de botellas iguales a la de la foto de abajo.

Obvio que busqué mi propia mesa que rápido estuvo adornada también con su respectiva botellita.


Mientras almorzaba llegó una pareja, ambos con pinta de extranjeros. 

Vieron mi bici y al poco empezamos a conversar. Eran un hombre y una mujer estadounidenses que se afincaron en Costa Rica hacía algunos años por lo que hablaban muy bien el español.

Me preguntaron por el viaje, la ruta, distancias y todo lo que normalmente surge en tales ocasiones. Resultó que esta pareja tenía también anécdotas y memorias de mochilas, alforjas y viajes en bicicleta. 

El hombre me explicó que ahí cerca de donde estábamos, a un par de kilómetros por un camino terroso detrás del bar, quedaba playa Ario. Yo, como si fuera de Nueva Era, me dije que aquello era una señal del universo indicándome que hiciera noche en ese lugar.

Y ahí, obediente a aquel destino manifiesto, al terminar de almorzar me dirigí a playa Ario.

Pero ni el gringo, ni su esposa, ni el universo me advirtieron que para llegar a la playa antes tendría que atravesar otro río.

Karla dudando si se metía o no al agua.

Se trataba del río Ario, también con la mala fama de ser criadero y hábitat de cocodrilos.

En lo que estaba mirando hacia las piedras del suelo, como buscando entre ellas el ánimo para cruzar, llegó otro gringo de unos treinta y cinco años de edad.

Era la primera vez que venía a nuestro país y el hombre cero en español.

Andaba solo, en moto y me confió su preocupación y prisa porque una de las llantas se estaba desinflando y necesitaba llegar pronto a Manzanillo para buscar una bomba de servicio.

Ambos expresamos nuestras inquietudes acerca de la profundidad del agua. 

Finalmente me preguntó si yo me animaba a cruzar primero para que él pudiera verificar si la moto -que era mucho más alta que Karla- sería capaz de llegar a la otra orilla. 

Bueno, estaba ante otra señal del universo. 

En la orilla me arrollé los pantalones y me metí al agua empujando la bici. 

Esta vez la corriente fue un poco más intensa y el nivel de las aguas alcanzó las alforjas de adelante y las de atrás. Los pantalones se mojaron y por poco se me caen. Con una mano sostenía a Karla, con la otra me subía los pantalones preocupado por no mojar el celular que llevaba en una de las bolsas.

Por dicha no fue así y logré cruzar.

Viendo mi "hazaña" el gringo se subió a la montañera y se metió ganoso. Pero a mitad del cauce se le apagó el motor y casi se vuelca con todo y motocicleta.

Rápidamente dejé a Karla en la orilla y me devolví al río para ayudar al machillo quien se veía asustado.

Ahí entre los dos fuimos empujando la pesada moto que dichosamente logramos arrimar a la orilla opuesta donde quedó el hombre secando el motor.

Por mi parte, sin mayor problema yo le seguí dando a los pedales y al poco rato estaba en playa Ario. ¡Sí señor, viajar en bici tiene sus ventajas!

En Ario, lo primero que hice fue dedicarme a tender la ropa y a secar las herramientas y otras cosas de las alforjas que estaban bastante mojadas, entre ellas la comida con la que pensaba preparar la cena de esa tarde. ¡Otra vez las chispas del oficio aventuril!


Encontré que playa Ario es una playa poco visitada. Existe un único hotel metido en el monte.

Ese hotel, me dijeron, es solo para extranjeros. A veces llegan grupos de estudiantes de Estados Unidos, Alemania, Brasil y de otros países. 

Efectivamente, cerca de la playa -como ajenos a la pandemia del momento- había un grupo de aproximadamente veinte jóvenes colocando letreros con recomendaciones para el cuidado de la naturaleza y la preservación del planeta. Pintaban los letreros con diversos colores y letras y los colocaban en los troncos de los árboles. 

Cuando terminaron se fueron a la playa. Las muchachas a broncearse y a bañarse; y los varones a encender una fogata y tomarse unas cervezas. 

Después de que el sol fue tragado por el mar, los jóvenes se retiraron. Solo que dejaron la fogata sin apagar y unas cuantas latas de cerveza tiradas por ahí...

Este roco "baby boomer" se dedicó a apagar el fuego y a juntar la basura de los "millennials" pensando que quizá debería arrancar los letreros y llevárselos al hotel junto con la basura recogida.

Pero una cosa bonita sí me dejaron de regalo aquellos chiquillos "ecologistas": ¡Toda la playa Ario enteramente para mí!

Atardecer en playa Ario.

Esa noche llegó precedida de una gran luna gibosa 96% llena. Me di el lujo de pasar varias horas de lunada personal, solo en aquella playa sin luces eléctricas ni turistas. Casi no dormí, fascinado y embelesado por aquel paisaje de gélida luz reflejada en el mar.






Poco antes del amanecer vi agonizar y después morir ahogada, una luna rojiza en el horizonte marino. 

Cuando la mañana se afianzó me preparé para dirigirme a Tambor, uno de los últimos destinos de este viaje que desde Santa Cruz y a la fecha ya sumaba siete días de recorrido por la Ruta del Sol.

Pero de pronto volvió a mi mente una inquietud: ¡Ya sequé toda mi ropa y mis cosas, pero para salir de aquí debo volver al río y cruzarlo otra vez!



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DE PLAYA ARIO A PLAYA TAMBOR.



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