Una subida rápida a Porrosatí

La mañana del martes 27 de julio del 2021 había amanecido alegre en Heredia.

Entonces por ahí de las diez y media decidí subir en bici hacia Porrosatí, a poco más de 12 kilómetros de mi casa, en lo que sería un viaje rápido de 25 kilómetros entre ida y vuelta.

Remontar en bicicleta los 810 metros hasta Porrosatí no es fácil, al menos para mí. Por muchos cambios o marchas que se tengan en la bici existen en esa ruta largas cuestas con inclinaciones de entre 15 a 20% que siempre me obligan a dejar los pedales y empujar.

Pasado el mediodía llegué a las aguas claras del río Porrosatí y tomé un par de fotos.


Luego continué arrastrando a ratos la bici.

A las 12: 20 alcancé un trecho con una gran pendiente y enormes árboles a ambos lados del camino. Entonces veo que empieza a nublarse rápidamente y el día se viste de un gris oscuro. Aunque era el mediodía parecía casi como las 6: 30 de la tarde, por lo que algunas luces de los postes se encienden. Me envuelve el frío, principalmente en las manos. 


El velocímetro indicaba que todavía faltaban algo menos de dos kilómetros para llegar al cruce que lleva a Sacramento, en las faldas del volcán Barva.

Voy en eso cuando aparecen entre la neblina las luces de un cuatro por cuatro amarillo. Viene bajando despacio pues la prudencia del conductor así se lo dicta.

Me ve y para. El conductor se asoma por la ventanilla y me dice:

-Amigo, si quiere doy la vuelta y lo llevo. 

Expresa sus palabras con la franqueza y libertad de quien quiere ayudar sin saber siquiera adónde iba yo. ¡Sí, todavía queda gente así en el mundo!

Le digo que agradezco muchísimo el ofrecimiento. Y le explico que andaba simplemente haciendo un poco de ejercicio.

Nos despedimos con una sonrisa y casi con una reverencia del uno hacia el otro.

El carro sigue su camino y yo el mío, pero me quedo pensando que quién sabe qué cara andaba yo mientras subía como un caracol cansado aquella cuesta infame, que el buen hombre se ofreció a ayudarme.

Poco después escucho el sonido de gotas de agua acercándose. Me apuré, entonces, a ponerme un poncho de plástico.

Metido en aquella espesa neblina y debajo de una ligera lluvia alcanzo el punto más alto a 1960 metros sobre el nivel del mar. Respiro y de inmediato tomo la ruta que me llevará a Birrí. Voy bajando con mucha precaución porque siento resbaladizo el muy mojado y deteriorado pavimento.


Al poco dejé la oscuridad de aquel cerro con su lluvia, neblina y frío. Lo que no desaparecieron fueron las huellas sobre la calle que -me imagino- han dejado ahí las lluvias de este año. Entre baches, zanjas y piedrillas dejadas por corrientes de agua, la bici se zarandea bastante y trato de controlarla como mejor puedo.

Seis kilómetros después salgo a Birrí donde por innecesario me quito el poncho. De ahí, tomé la ruta 126 que me llevó a Barva y a Mercedes Norte.

Cuando llegué a casa me bañé. Pero vea usted: terminando no más de ducharme me pongo los anteojos y entonces el lente derecho salta del marco y se estrella contra los azulejos del piso. Muy probablemente las vibraciones del camino habían terminado de aflojar el pequeñísimo tornillo que sujeta la lente. 

Es en estos momentos cuando uno debe acordarse del ángel guardián. Si me hubiera ocurrido este percance mientras bajaba de la montaña, de seguro habría perdido el lente y además me habría complicado bastante el regreso a casa porque los miopes sin anteojos somos como topos fuera de sus cuevas.

Con la ayuda de un destornillador de relojero conseguí fijar de nuevo la lente en el marco y así, recién bañadito, empecé mi almuerzo con hambre voraz de adolescente. Estaba agradecido además porque había empezado a llover a cántaros y el agua inundaba caños y aceras. Es decir, me salvé también de un buen baldazo.

Poco después comencé a escuchar a lo lejos una muy intensa tormenta eléctrica justo en las montañas que hacía poco había cruzado. 

A cada bocado de mi almuerzo me decía que sin duda -como lo he escrito en otras ocasiones- mi ángel guardián es el mejor.

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