DE HEREDIA A BAJAMAR A DOS RUEDAS Y PEDALES (Día 2).

Cada 11 de abril es fecha memorable en la historia de Costa Rica.

Pues bien, ese día Orotina amaneció anunciando que habría algo así como una larga e intensa batalla de bochornoso calor; y no me equivoqué al esperar que sería así.

Salí temprano de la habitación y desayuné en una soda que encontré ahí no más, bastante cerca.

En realidad, un dejo de prisa o ansiedad me empujaba a partir de Orotina y llegar más temprano que tarde a Bajamar en lo que sería el día 2 de este viaje:

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¿ Qué pasó el Día 1? 

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Atardecer en Bajamar.

Con todo, guardé un poquito la ansiedad y me propuse visitar la icónica y emblemática estación del tren, aquella que cuando se viajaba a Puntarenas era parada obligatoria. 

Aunque esta es la tercera o cuarta vez que vengo en bicicleta desde Heredia hasta Orotina, por alguna razón no había tenido en mis viajes anteriores el cuidado de visitar la vieja estación del tren. 

Era, por tanto, una deuda pendiente que tenía que saldar.




Y fue allí, al llegar a la estación, que salieron a mi encuentro los viejos espectros y fantasmas del pasado. 

Recordé que de niño cuando mi familia iba de paseo a Puntarenas o a Mata de Limón, el tren al  acercarse a Orotina lo hacía saber muy sonoramente.

No se había detenido del todo la máquina y ya se llenaban los vagones con los pregones de vendedores y de señoras gordas que subían con grandes palanganas, a veces en ágil equilibrio sobre la cabeza. 

Un limpión cubría aquellos recipientes. Pero cuando desvestían las palanganas aparecían cajetas de coco, semillas de marañón y plátanos cocinados al sol envueltos en hojas que llamábamos pasados, entre otras tentaciones.

Algunos pasajeros pedían gallos de una cosa y de otra. 

Con la misma mano que servían las comidas, con esa cobraban y daban el vuelto; y creo que nadie se enfermaba. 

Otros pasajeros preguntaban por las cajitas de madera con caimitos o marañones.

Recuerdo que algunas chiquillas muy lindas ayudaban a sus mamás a vender golosinas.

Y así y más era aquella algarabía de ires y venires, voces, frutas y gentes en la antaña Orotina ferrocarrilera.

Después de un rato, un pitazo largo anunciaba que el tren debía seguir y casi de inmediato todos los vagones eran zarandeados con uno o dos jalonazos de la máquina.

Ahí mis ojos de niño se asombraban al ver cómo los vendedores varones se tiraban de los vagones con agilidad impresionante, incluso cuando el tren ya tomaba algo de velocidad.

Reviví todo eso mientras recorría la estación y le preguntaba a las solitarias paredes acerca de aquellas señoras, niñas y viejos vendedores, pero no me respondieron. Los fantasmas son así, silenciosos, callados, parcos. Solo viven acurrucados en nuestras mentes.

Creo que estuve embelesado en la abandonada estación como una hora o más.

Luego seguí con Karla. 

Cuando pasamos al frente del cementerio donde quizá deambulan por ahí los fantasmas de algunas de aquellas buenas personas les agradecí por todo y pedí a Dios que les bendijera.

Una vieja locomotora eléctrica descansa igualmente en la 
estación de Orotina.

Saldada mi vieja deuda con la estación del tren, conduje a Karla por la ruta de Orotina a Bajamar que me era desconocida en su totalidad. 

Saqué el celular y abrí una aplicación de navegación.

Me señaló un mapa con la ruta 757 que me llevó a Coyolar y a Pozón: todo un camino pintoresco, cosa habitual por acá.





Pequeña estación del tren en Coyolar.

Pero la tal ruta terminó en una finca privada, cerrada a cadena, candado y portón de hierro.
(Ver círculo verde en el mapa de más abajo).

Un motociclista que pasó cerca me dijo que debía regresar hasta Orotina y retomar el camino que lleva a La Ceiba. 

No le hice caso y me dirigí hacia la calle 27. 

Poco después encontré una fábrica custodiada por un guarda quien me recomendó seguir hacia la 27 y cruzarla por debajo aprovechando un túnel corto, para de ese modo salir al otro lado de la autopista y llegar a Nueva Santa Rita. La aplicación confirmó la sugerencia.

A este sí le hice caso. 

Encontré el túnel que crucé sin problema solo para hallar que del otro lado tampoco había paso, pues unos constructores reparaban un puente. 

Dichosamente, un ingeniero me señaló unas tablas y un par de cables sobre una quebrada que hacían de puente de hamaca provisional para uso peatonal. Aunque bastante estrecho conseguí pasar con Karla y sus alforjas hacia Nueva Santa Rita.

Karla en la plaza de Santa Rita

El asunto es que en Santa Rita me dijeron que tampoco había modo de seguir hacia Bajamar, a no ser que me mandara caminando 2 kilómetros por la 27.

No me gustó para nada el descubrimiento, pero ni modo, era eso o regresar hasta Orotina. Así que decidí arriesgarme mientras rezaba para que un policía de tránsito no me secuestrara la bicicleta. 

Fui empujando a Karla durante un trecho donde claramente un letrero indicaba que era prohibido el paso de ciclistas y peatones. En algún momento me pregunté cómo harán los habitantes de Nueva Santa Rita para ir, digamos, a La Ceiba. No lo sé todavía.

De todos modos, iba por la pista con una sonrisa permanente y un par de buenas excusas en la mente por si me topaba un inspector que dichosamente no apareció.

Karla por la prohibida calle 27.

Llegué al cruce que viene de La Ceiba y finalmente las llantas de Karla rodaron por calle Loros que era la ruta que debimos seguir desde el principio. 

Sí, ya sé, todas estas cosas me pasan por no consultar mis rutas al menos en dos o tres aplicaciones diferentes.

Calle Loros.

Por calle Loros pedaleaba despacio tratando de asimilar el paisaje y repasando los pequeños percances vividos. 

Ya a estas alturas del día el sol calcinaba. 

En algún punto estuve a punto de parar y protegerme bajo una sombra a esperar que bajara el calor.

Según el termómetro que llevo en el manubrio, la temperatura era de 50 grados Celsius. Nada recomendable para andar volando pedal bajo el sol.

Pero decidí seguir.



Dichosamente, más adelante,  aparecieron las primeras señales de que estaba cerca de Bajamar.



Un par de kilómetros antes de Bajamar encontré al lado del camino una pulpería donde me compré una cerveza y unas verduras para cocinar después.

Estaba afuera de la pulpe sentado con mi cerveza en la mano cuando apareció un señor que resultó ser un abogado simpático y divertido y que sin preguntarle nada se dedicó a contarme algo de su vida.

Me dijo que un día abandonó su oficina en San José y que se había mudado hacía ya varios años a Bajamar. Me habló de lo bonito y tranquilo que es vivir por ahí.

Cuando acabé mi cerveza nos despedimos amistosamente.

Le dí un rato más a los pedales y al ser las 12: 30 vi la salina.






Quien alcance la salina puede decir que ha llegado a Bajamar, pues muy pocos metros después está la playa, que desde mi punto de vista no es muy bonita, pero sí un lugar bastante sosegado. 

Bajamar no es de ningún modo una playa virgen ni agreste. Es más bien una zona donde algunos pocos vecinos han levantado sus casas. Hay únicamente un par de bares que sobreviven como pueden en estas arenas que el turismo de masas no visita; razón por la cual los precios son razonables.


De mi parte, fui a buscar donde acampar para armar mi refugio y pasar la noche acompañado del susurro del mar.




Luego me preparé un suculento plato ultra vegetariano con lentejas, camote y plátano sancochado.  Pasé el resto de la tarde descansando como un rey, leyendo un buen libro y disfrutando de un plácido atardecer desde uno de los barcitos.

¿Un roco como yo puede pedir algo más?




En aquella paz y tranquilidad jamás imaginé que al día siguiente estaría muy cerca de un par de acontecimientos peligrosos e inesperados.

Luego le cuento la historia.

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Mapa de la ruta seguida 
- y no recomendada- 
para llegar de 
Orotina a Bajamar.

La seguida -y equivocada- ruta por la 757
con paso sobre la prohibida 27.













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