¡Jale al Puerto en cleta! DÍA 1

¡Jale al Puerto en cleta!

Era esta una idea que me calentaba la cabeza desde hacía años porque siendo niño escuché una vez a mi tata contar que él a sus 17 se había mandado con un par de amigos desde San José hasta Puntarenas en una bicicleta 28 y sin cambios. 

Esa anécdota se grabó a fuego en mi mente y se convirtió en una especie de propósito no cumplido durante mucho tiempo.

Sin embargo, ahora que llegaba el momento de emular el viaje de mi papá, sabía que tendría que hacerle a mi bicicleta Karla alguna que otra cirugía. 

La primera transformación consistió en cambiar el monoplato de 52 dientes por un biplato que finalmente quedó en 50/34 dientes. No era exactamente lo que buscaba, pero fue lo que me consiguieron los mecánicos.

Luego adquirí de segunda mano un maletero delantero que me permitiera llevar, de ser necesario, un par de alforjas adicionales.


Con un poco de maña le adapté a Karla un portabotellas adicional para disponer así de un recipiente de suero isotónico y otro de agua. No es necesario aclarar que en viajes largos el consumo de líquido se vuelve vital.

Y luego me dije que una brújula no estaría de más. Por supuesto que para viajar a Puntarenas no se requiere de una brújula, pero muchos que no somos como Marco Polo vivimos despistados y desorientados. Además, una rosa de los vientos le daría a mi cleta un aire de exploradora.

Con tales mejoras consideré que lo único que faltaba para jalar al Puerto era establecer una fecha y mandarme. 

¿Que si tenía dudas de si podría llegar? ¡Claro que las tenía! Pero los rocos sabemos por experiencia que para dar cumplimiento a algo hay que hacerlo a pesar de los necios titubeos.

En consecuencia, el lunes 4 de febrero del 2019 salí tempranito de mi casa en Heredia y me enrumbé hacia San Lorenzo donde me detuve un rato para saludar al sol naciente.

Luego seguí hacia Alajuela para abrazar desde ahí la ruta 3 que me llevaría hasta Atenas.

Karla en el parque central de Alajuela.

En Alajuela hice un breve respiro y seguí hacia la Garita, pasando antes por un bello vivero al lado del camino.


Vuelvo a los pedales y veo aparecer a mano izquierda una soda que me enciende la imaginación de un sabroso gallo pinto con natilla, huevo y café humeante. ¡Tomen nota, señores: esta especie de visiones de desierto ocurren cuando en la casa uno se ha medio preparado un desayuno ralito! Así que justo al frente de la soda apliqué fuerte presión a los frenos de Karla y me regalé una justa dosis de energía, pues sabía que pronto habría de enfrentar las cuestas de Atenas.

Estando en la soda, el chofer de una camioneta y su copiloto acompañante se interesaron por la bici y por mi viaje. Mientras les contaba lo que pensaba hacer veía en sus ojos las ganas de apuntarse a escapadas similares por ahí. Quién sabe si esos dos discípulos míos finalmente se habrán inventado locuras parecidas.

Bien reconfortado con el desayuno y con los buenos deseos de los dos camioneros me apuré a llegar a la represa la Garita. 

El camino nos deparó esta atractiva ciclovía que en realidad era una acera, pero que aproveché como si fuera ciclovía.
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Roble sabana.

En la represa me detuve para una primera evaluación que resultó así:

  • Desde Heredia hasta aquí el viaje ha sido sumamente sencillo.

  • Pero la represa marca el inicio de las cuestas hacia Atenas que son de consideración, al menos para mí.

  • Constato que me siento un poco ansioso por saber si efectivamente las modificaciones en la transmisión de Karla habrán o no de responder.


Estando embobado en estos pensamientos una patrulla de tránsito se detiene a mi lado y uno de los oficiales me pregunta si la bici es eléctrica. Le dije que no, que el eléctrico era yo. Se rieron los inspectores y siguieron buenamente su camino. Algunas horas después los volví a encontrar en la ruta hacia San Mateo, donde cordialmente me saludaron. Pude percibir que definitivamente viajar en bicicleta genera algunas relaciones curiosas en ciertas personas.


La vieja represa de la Garita fue la primera que el ICE construyó en nuestro país. 

Conforme empecé a subir hacia Atenas me sorprendí al constatar que escalaba mejor de lo que había pensado. Sin embargo, con todo y esa buena impresión necesité detenerme en algunos puntos para recuperar el aliento.

Karla pensando: ¿Podré con lo que falta?

La cosa es que ahí fuimos Karla y yo remontando pendientes, pedaleando por aquí y caminando a ratos allá. Al final pudimos vencer las cuestas con lo que quedó confirmado una vez más que el miedo y la inseguridad habitan en nuestra mente


Superadas las primeras cuestas gozamos de un relajante paisaje.

Mientras pedaleaba en un sector de la carretera menos demandante, recordé que la hoy llamada ruta 3 fue usada en el pasado como camino de carretas que en hileras iban cargadas hasta el tope de café hacia Puntarenas. 

Este camino aún conserva algunas evidencias de la cultura cafetalera, como el viejo portón de hierro de la foto de abajo, que todavía resguarda un cafetal medio abandonado.


Algo más adelante del herrumbrado portón vi esta advertencia que nunca está de más en un país como el nuestro. Así que me pareció justo detenerme para tomarle una fotito.


Pero vuelvo a lo que vine: ¡a volar pedal!

Según mi entender, este viejo camino otrora de carretas vio pasar algunas tropas hacia Rivas en la gesta nacional de 1856.

También fue testigo del avance de soldados costarricenses en 1898. Esto me consta porque uno de mis antepasados, el sargento Alfredo Leitón M, caminó por aquí con un ejército expedicionario que se dirigió a la frontera norte a defender la patria ante una serie de conflictos con el gobierno de Zelaya, que era el entonces presidente del pinolero país vecino. De esta expedición, el sargento Leitón escribió un diario que hace ratillo transcribí línea por linea.

Camino testigo del paso de cientos de carretas y de tropas costarricenses.

Finalmente, poco antes del mediodía, Karla y yo entramos a Atenas que nos recibió con un monumento dedicado al boyero costarricense y su importancia en la economía de la vieja Costa Rica cafetalera. 




Según mi plan, ese día habría de pernoctar en Atenas. Pero diay, como llegué más temprano de lo previsto decidí ir al parque a respirar un poco el ambiente del lugar. Encontré que los atenienses tienen allí a modo de memorial esta extraña piedra aborigen.

Me senté en un poyo del parque y llegó un hombre con una niña. Conversamos un rato. Le pregunto si San Mateo era difícil de alcanzar. Me responde que para nada, que en bicicleta perfectamente podría llegar sin mayor angustia. 

Viendo que eran apenas pasaditas las 12, y que estaba lleno de vitalidad como mi tata a sus 17 años, sin almorzar ni nada decidí salir allí mismo hacia San Mateo. 

¡Juemialma embarcada! El camino resultó largo, extenuante y pesadísimo. Allí me acordé que no tenía 17 sino 65. Cerca del descenso de la cuesta el Aguacate me arratoné y el dolor me obligó a tirarme de la bici y tenderme boca arriba al lado de la carretera. Parecía un recién atropellado a punto de fallecer. 

A los 15 o 20 minutos me volvió el alma al cuerpo, comí unas pasas y pude medio incorporarme. Dichosamente, cerca había un bosquecito en el que me metí para bajarme los pantalones y frotarme las piernas con Cofal. 

Al rato salí del bosquecito renqueando y tembeleque, fue entonces cuando me topé con un hombre mayor que estaba por ahí vendiendo unos aguacates. Se sorprendió al verme y me dice: ¡Oiga, veo que viene jalando mucho peso en esa bicicleta! ¡Uy, esas alforjas!
Me prestó la silla en la que él estaba sentado a la sombra de un árbol. Allí me habló un rato mientras yo terminaba de recuperar el resuello. 

El hombre me animó al asegurarme que la bajada el Aguacate estaba a solo 400 metros y que a San Mateo quedaban solamente 7 kilómetros, la mayor parte de bajada. Pero aún con esas refrescantes palabras del amigo la llegada a la meta fue totalmente desgastante. 

Ese día me volé desde Heredia hasta San Mateo poco menos de 59 kilómetros. 




Casi gateando, conseguí llegar a San Mateo. La voz ni me salía cuando le pedí a un taxista que me llevara a Orotina, pues el hijo de mi tata ya no estaba para un pedalazo más.

En Orotina alquilé una cabina y extenuado me tiré en la cama mientras me decía: ¿Quién me mete a mí en estas varas?


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